Un parto feliz
¿Qué tiene que hacer una madre para que su hijo no sufra al nacer?
Ante todo, haber sido una buena madre gestante. Buena en el sentido afectivo. O sea, sintiendo mucho amor y un gran deseo de ayudar al bebé. Un constante hacerle sentir que está afectivamente unida a él.
Puedo dar fe de que al efectuar la terapia Anatheóresis es frecuente encontrarnos con que los impactos emocionales traumáticos que han sido causa de graves enfermedades iban estrechamente unidos a un parto con una madre ausente, sumamente ausente, a veces por causa de haber sido ampliamente sedada o totalmente anestesiada.
Si bien el parto es por sí mismo traumático, debo indicar que lo es más para el bebé que para la madre. Incluso puede afirmarse que podría no serlo para la madre –con lo que no sería tan traumático para el bebé– si aquélla no diera a luz con la expectación pánica que le han transmitido otras madres que han ido al paritorio con ese mismo miedo. Todas ellas víctimas de la nefasta maldición bíblica: parirás con dolor.
Por otro lado, es importante que la madre no olvide que el parto empieza en la gestación, y que su eclosión se inicia antes de que las contracciones que siente se considere son las que realmente anuncian que esa fruta madura que es el bebé ha iniciado su tránsito a la luz exterior.
De manera que habrá tenido que ayudar en la gestación a que esa fruta madure saludablemente, y luego, con esas contracturas que empiezan a ser contracciones, disponerse a abrir relajada y amorosamente el canal por el que esa fruta debe deslizarse.
Sin retrasar el parto, sin cruzar las piernas esperando ayuda, sin provocar con su agitación una rotura de aguas prematura que secaría el tobogán de mucosas por el que resbalará el bebé. Y que no culpe al bebé de su sufrimiento, porque no es él quien lo causa. Está provocado básicamente por la tensión que origina el miedo, esa tensión que puede provocar también que el cordón umbilical se anude en torno a él.
Debe además rodearse de personas queridas, especialmente del padre del bebé. Y buscar la posición corporal más cómoda de dar a luz, para que ésta sea eso precisamente: luz. Porque la luz es faro de todo naciente, el que conduce al bebé a nuestro mundo perceptivo, siendo éste en todo momento consciente –dentro de su grado y tipo de consciencia– de que está efectuando ese tránsito vital.
Amor, amor, amor. La madre debe situarse mentalmente junto a esa fruta madura que se está desprendiendo de su matriz, iluminarla con su presencia afectiva, abrirle paso sin miedo, sin tensiones, y acogerla luego con las manos.
Porque toda madre puede hacer mucho por su hijo durante el parto. Si la dejan, claro.
Y, sin embargo, no basta.
La madre no debe olvidar que cada nuevo ser que nace vino de la muerte –de una respuesta cerebralmente plana– cuando su matriz lo acogió para darle vida, y que cuando nace a nuestro mundo exterior vuelve a estar sometido al tránsito de una muerte.
No, no deben olvidarlo las madres. No deben olvidar que en su seno se ha albergado el mayor de los misterios, que misterio es toda vida.