Tu bebé sigue naciendo
Tu bebé, madre, está ya fuera de tu útero y, a tu entender, tu bebé ya ha nacido. Pero al entender de tu bebé, él todavía no está totalmente fuera de ti. El cordón umbilical físico ha sido cortado, pero el cordón psicológico de sus necesidades sentidas se mantiene todavía unido a ti. Y tu hijo, madre, sigue necesitando tu amor y tu “estoy aquí”. Porque él todavía sigue estando aquí, en la medida en que sigues siendo tú quien aquí está.
A diferencia de casi todas las restantes formas de vida, los humanos no nacemos terminados. Tu hijo, madre, todavía no ha terminado de nacer. Tu hijo sigue naciendo. Y ahora, recién nacido y hasta su primer “¿por qué?”, su primer interrogante del hemisferio cerebral razonador, sigue todavía abierto a los daños emocionales que pueden llegarle de su entorno.
Si bien es cierto que esos daños le impactarán en la medida en que tu hijo venga ya con daños acumulados en la gestación y en el nacimiento. Y no olvidéis, padres, que estos daños —y también las gratificaciones que tu hijo vaya recibiendo— son el material con que construye su yo, su personalidad, su forma de ser y de comportarse.
Un yo, en definitiva, que lo va extrayendo el bebé de sus experiencias sensoriales: sentir tocándose los límites del cuerpo y arrojando objetos para tomar conciencia de que hay un espacio que no es él… pero especialmente de su identificación con su madre, de los sentimientos y emociones que básicamente ésta provoca en él.
Y esto debido al desconocimiento de los mecanismos emocionales. Por ejemplo, esa madre que deja solo a su hijo recién nacido, ya sea voluntariamente o por necesidad, y especialmente cuando eso ocurre repetidamente. Porque ese bebé, que nada sabe de la razón por la que le dejan solo —sea ésta justificada o no—, lo que siente es su abandono. Y puede metabolizar el abandono, y su cuerpo, de estar dañado de abandono ya en la gestación, lo más probable es que lo esté integrando ya en su yo en formación.
Así que, madre —y tú también, padre—, ya lo sabéis: amor, no miedo. Y “estoy aquí”. En definitiva, lo que haría una chimpancé-madre, que tu bebé, de momento, es poco más que eso.
Pero ese pequeño ser, perceptivamente poco más que un chimpancé, que surgió del útero como globalidad, sintiéndose todavía y casi totalmente como el átomo primigenio antes del Big Bang, pronto estalla y empieza a fragmentarse, dotando a tu hijo de un nuevo cerebro: el cerebro razonador, si bien de forma incipiente todavía.
Tu hijo, hasta ahora con un cerebro puramente emocional, ha empezado ya a forjar una percepción que muy pronto —dentro de dos o tres años— llevará a tu bebé a verse fuera y desde fuera, en un universo poblado de innumerables yos. O sea, a ser como esos yos.
Y esos yos, al principio de esa fragmentación, no son sólo él y su madre, a la que fundamentalmente imita (porque es a la que más necesita), sino que esos yos fragmentados empiezan también a ser ya los objetos que le rodean y, asimismo, esos fragmentos de su cuerpo que son brazos, piernas… y hasta sus deposiciones. Fragmentos, deposiciones incluidas, que busca ya controlar.
Tú, madre, eres ya, básicamente, esos otros yos. Tu yo es casi, durante los primeros meses, todos los yos. Pero tú sabes que el bebé sigue naciendo, o sea, fraccionándose, y esto hará que exija más y más autonomía.
Deja espacio a tu hijo. Deja que inicie su exploración lúdica del espacio exterior. Ese espacio exterior en el que va encontrando a su padre.
Tu mundo, madre, debe dejar de ser cada vez más su único mundo. Tu “estoy aquí” debe seguir estando, pero el mensaje de amor de tus manos tiene que ser ya: sí, sigo estando aquí y aquí siempre estaré, pero tú también estás aquí y esto es lo que importa. Que lo que importa es que seas tú en ti, lo más tú en ti posible, no que tú seas nadie y otro en ti.
No te impongas a tu bebé. No le cierres el paso con tus exigencias. El bebé sabe mejor que tú lo que él necesita. Obsérvale, intenta comprender sus lloros, sus balbuceos, y no le pidas lo que no puede darte. Él es sólo un constante pedir, y tú, especialmente tú, madre, eres quien todavía debe seguir dando.
Para darle lo que pide, no necesariamente lo que tú crees que debes darle. Y esto especialmente porque otros, que dicen saber más que tú de tu propio hijo, es lo que te exigen dar.
Cierto que no digo que ignores las experiencias ajenas y posibles ajenos conocimientos (esos conocimientos, por cierto, tan cambiantes de una década a otra), pero sí te digo que tu hijo es tuyo, madre. Tu vientre lo nutrió y acunó su crecimiento uterino, y en ese vientre hubo amor y ahora lo sigue habiendo.
Tú sigues siendo el atanor por el que te llega el conocimiento más veraz de qué debes hacer con tu hijo. Deja que la Naturaleza hable en ti. No utilices necesariamente recetas ajenas. Tenlas en cuenta si son razonables, pero observa a tu hijo. Escúchale llorar y sabrás si pide tu pecho o si le duele el suyo. Observa sus insomnios y sabrás si debes tranquilizarlo para que duerma, si su agitación no es dolor, si debes o no seguir estando junto a él…
Obsérvale, porque tu hijo, cada hijo, es único, y las recetas dicen ser válidas para todos y en todos los casos.
Y ten en cuenta que todo cuanto tu hijo preverbal hace (desde chuparse el dedo hasta tocarse el sexo) tiene su razón de ser. Obsérvale. Y no olvides que lo habitual es que cuanto hace es más natural que prohibido.
Padres, sed permisivos. No hagáis un drama moral de aquello que hace un ser que es sólo existencial. Y no pretendáis que razone. Ni, al observarle, intentéis interpretar.
Madre, especialmente tú, madre, deja que la respuesta te llegue traída por tu amor. Y, en todo caso, y en todo momento, haz de su vida —de la tuya con él— un juego. El placentero juego de ser él riendo.
Porque si tu hijo golpea la papilla con la cuchara y se le ve contento, es eso lo que le apetece hacer, no comérsela. Tu hijo está aprendiendo.
Así que tú decides, madre, si le dejas que siga jugando con la papilla, si cambias el juego buscando que se divierta golpeándola pero comiendo al tiempo, o si le cambias el juego de golpear la papilla (siempre que tu hijo lo acepte) por otro más económico, como que golpee el agua que has vertido en un plato. Aunque a ti, madre, puede que se te ocurra otra solución.
Lo que importa es que esa solución no sea una rotura de su acción, una prohibición que llevaría al bebé a fijar ese acto y convertirlo en algo repetible.
Tu hijo, madre, nada sabe de qué es bueno ni de qué es malo, pero sí sabe qué le gusta y qué le disgusta. Ésta es su filosofía existencial. Y entre sus placeres naturales, ninguno más grato para él que la exploración lúdica de sí mismo y de su entorno. Esta es su forma de irse ajustando al mundo al que está naciendo.
Déjale que juegue. Y, lo ya dicho, al igual que cuando lo gestabas, no conviertas esa actitud lúdica de tu hijo en una escuela en la que tú, madre, o tú, padre, te conviertas en maestro de unas lecciones que tu hijo todavía no está perceptivamente en condiciones de aprender.
Déjale. Y no le fuerces a utilizar los juguetes de acuerdo a cómo deben usarse a entender de nuestro mundo adulto. Si utiliza un muñeco como martillo, para él ésa es la función que debe tener un muñeco. Síguele. No te impongas. Él sabe lo que quiere para seguir naciendo sano e inteligente.