¿Nacemos o morimos?

Es falsa la visión que nosotros, los adultos, tenemos del nacimiento. Por un lado, reducimos el nacimiento a poco más del momento en que el bebé asoma a este mundo, incluso sin importar si lo ha hecho por el conducto de nacimiento o si se le extrae mediante una cesárea. Lo único que, al parecer, importa a todos es que ese bebé —al que vemos y, de ahí, que ése sea el momento en que para nosotros empieza a existir— esté debidamente conformado.

Nos importa prácticamente tan sólo el envase físico, sin tener en cuenta que ese envase puede estar encerrando un contenido emocional con alta capacidad mórbida.

Por otro lado, y esto es más grave todavía, no pensamos que en nosotros, los adultos, la vida tiene dos orillas y que vemos al neonato desde la orilla de lo que llamamos vida, en tanto que el bebé que está naciendo, con una individualidad pero todavía sin la percepción dual del adulto, está viviendo la agonía de un tránsito a la muerte.

No olvidemos que ese bebé, al surgir a ese nuevo mundo perceptivo que es el nuestro, tiene que adaptar su fisiología básicamente marina a una fisiología aérea, algo tan doloroso, según la moderna obstetricia, que sería causa de un estrés mortal en un adulto. Nacer, en definitiva, es morir a una percepción, a una forma de existir, para surgir a otra forma perceptiva, a otro mundo.

Este otro mundo que, por analogía, solemos entender, ya adultos, nos llevará un día a una nueva muerte, a un nuevo mundo. De ahí que la importancia de un buen parto sea tanta que me atrevería a decir: Dime cómo has nacido y te diré cómo eres.

Cierto es que gestación y nacimiento son un mismo recurso perceptivo. Y así, un buen embarazo, tanto física como emocionalmente, suele devenir en un buen parto. Y así también, una gestación con amplio bombardeo de impactos traumáticos emocionales suele llevar a un parto difícil. Entre otras razones, porque el comportamiento afectivo de la madre en el embarazo es lógico que lo repita al dar a luz, ya que difícilmente un adulto cambia en sólo nueve meses.

Por lo que los daños que en una terapia Anatheorética surgen en el nacimiento no han sido generados todos por un mal parto, sino que son también daños que la madre potencia y consolida al incidir en sus malos hábitos afectivos, al margen de lo adecuado o no de cómo entiende debe dar a luz un bebé nuestra cultura médica.

¿Y qué tiene que hacer una madre para que su hijo no sufra al nacer? Ante todo, haber sido una buena madre gestante. Buena en el sentido afectivo, o sea, sintiendo mucho amor y un gran deseo de ayudar al bebé. Un constante hacerle sentir que está afectivamente unida a él.

Puedo dar fe de que, al efectuar la terapia Anatheóresis, es frecuente encontrarnos con que los impactos emocionales traumáticos que han sido causa de graves enfermedades iban estrechamente unidos a un parto con una madre ausente, sumamente ausente, a veces por causa de haber sido ampliamente sedada o totalmente anestesiada.

Si bien el parto es por sí mismo traumático, debo indicar que lo es más para el bebé que para la madre. Incluso puede afirmarse que podría no serlo para la madre —con lo que no sería tan traumático para el bebé— si aquélla no diera a luz con la expectación pánica que le han transmitido otras madres que han ido al paritorio con ese mismo miedo. Todas ellas, víctimas de la nefasta maldición bíblica: «Parirás con dolor.»

Por otro lado, es importante que la madre no olvide que el parto empieza en la gestación, y que su eclosión se inicia antes de que las contracciones que siente se considere son las que realmente anuncian que esa fruta madura que es el bebé ha iniciado su tránsito a la luz exterior.

De manera que habrá tenido que ayudar en la gestación a que esa fruta madure saludablemente, y luego, con esas contracturas que empiezan a ser contracciones, disponerse a abrir relajada y amorosamente el canal por el que esa fruta debe deslizarse. Sin retrasar el parto, sin cruzar las piernas esperando ayuda, sin provocar con su agitación una rotura de aguas prematura que secaría el tobogán de mucosas por el que resbalará el bebé.

Y que no culpe al bebé de su sufrimiento, porque no es él quien lo causa. Está provocado, básicamente, por la tensión que origina el miedo. Esa tensión que puede provocar también que el cordón umbilical se anude en torno a él.

Debe, además, rodearse de personas queridas, especialmente del padre del bebé, y buscar la posición corporal más cómoda de dar a luz, para que ésta sea eso precisamente: luz. Porque la luz es faro de todo naciente, el que conduce al bebé a nuestro mundo perceptivo, siendo éste en todo momento consciente, dentro de su grado y tipo de consciencia, de que está efectuando ese tránsito vital.

Amor, amor, amor. La madre debe situarse mentalmente junto a esa fruta madura que se está desprendiendo de su matriz, iluminarla con su presencia afectiva, abrirle paso sin miedo, sin tensiones, y acogerla luego con las manos. Porque toda madre puede hacer mucho por su hijo durante el parto. Si la dejan, claro.

Y digo si la dejan porque ahora quienes dicen saber de partos no son las madres, no son las mujeres que anidan al bebé. Quienes dicen saber y exigen ser obedecidos son unos señores que visten una bata por hábito. Unos señores que, salvo excepciones, programan los partos a su comodidad, cual si ese fruto que es un bebé fuera poco más que una simple pieza de automóvil en una correa transportadora. Algo que puede ser desconectado el viernes y volver a ser conectado el lunes. Y eso tras haber fijado el día y la hora en que esa pieza humana debe ser recogida por un operario especializado al que no siempre le importa lo que está haciendo.

No son pocas, y no sólo en España, las matronas —que son mujeres, y toda mujer, haya tenido o no hijos, es madre— que claman ya por la libertad de poder elegir el lugar y forma de dar a luz. Y dicen no a un inhóspito paritorio, y no necesariamente al rasurado, y no al enema, y no a la rotura de la bolsa, y no al goteo, y que ser o no ser anestesiada sea a elección, y a elección también la postura que adopte la madre para dar a luz, y no al corte vaginal, y sí a estar la parturienta acompañada de aquellas personas queridas que ella requiera…

En definitiva, romper la tiranía de la llamada ciencia y conseguir que los padres del futuro bebé, amplia y rectamente asesorados, puedan intervenir en la planificación del nacimiento de su hijo. Pudiendo también, por tanto, exigir una forma más natural de dar a luz, así como una mejor atención al recién nacido: corte no prematuro del cordón umbilical, lavado racional del neonato, contacto corporal madre-bebé…

De manera que tan sólo fuera necesario el ginecólogo en aquellos casos en que un parto se prevé complicado o se complica al tener lugar. Y aún así, ¿cuándo un parto complicado requiere, por ejemplo, acudir a una cesárea?

Indudablemente, cuanto antecede es una realidad. Y debo indicar que, en gran medida, lo es porque la ciencia tiene en poca estima los contenidos emocionales de la percepción nonata y neonata. A la ciencia sólo le importa —y bien está, aunque no está del todo bien— que todo bebé nazca con el soma íntegro y bien conformado. Y a eso aplica todos sus conocimientos. Y logrado eso, entiende que ha cumplido su misión.

Y, sin embargo, no basta. La madre no debe olvidar que cada nuevo ser que nace vino de la muerte, de una respuesta cerebralmente plana, cuando su matriz lo acogió para darle vida. Y que, cuando nace a nuestro mundo exterior, vuelve a estar sometido al tránsito de una muerte.

No, no deben olvidarlo las madres. No deben olvidar que en su seno se ha albergado el mayor de los misterios, que misterio es toda vida. ¿O toda muerte?


Recordemos algunos versos sueltos de León Felipe en su Versos y blasfemias de caminante:

Soy un huevecillo o una larva.
No soy más que un huevecillo o una larva.
¿Por qué estoy aquí?
Y, ¿para qué estoy aquí?
¿Por dónde entré?
¿Y por dónde voy a salir?
Puede ser que no venga de ninguna parte y
que no tenga que ir a ninguna parte tampoco.
De cualquier manera, tendré
que averiguarlo yo mismo.
Pero no es lo urgente preguntar.
Creo que lo urgente es desgarrar.
Porque un huevo es un catafalco,
un ataúd, una matriz,
una placenta, una mortaja…
¿No es así?
¿Morimos o nacemos?
Otra vez la vieja pregunta inexorable.
¿Nacemos o morimos?
¡Morimos!
¿Morimos o nacemos?
¡Nacemos!