La cara oculta de la enfermedad
¿Determinismo o libre albedrío?
¿Alguien o algo dirige nuestros pasos o somos nosotros quienes elegimos libremente nuestro propio camino?
He aquí el gran interrogante al que el ser humano, ya en sus albores, se sintió obligado a dar respuesta.
En el siglo V a.C., Demócrito dio fin a tan inquietante pregunta con su afirmación de que “todo lo que existe en el universo es fruto del azar y de la necesidad”. Un veredicto salomónico que ha sido actualizado por el bioquímico celular y Premio Nobel de Fisiología y Medicina, Jacques Monod (véase su ensayo El azar y la necesidad).
Hoy, la ciencia comparte esa dualidad, a pesar de las voces de ilustres científicos (como Albert Einstein) que se niegan a aceptar que alguien juegue con nosotros a los dados. Ante esa confrontación radical entre quienes, buscando leyes naturales externas (nuestra ciencia está basada en la objetivación, en leer fuera de nosotros, no dentro), creen poder afirmar un extremo, y quienes, los menos, aduciendo razones opuestas, creen poder afirmar el extremo contrario, permíteme, lector, que en nombre de Anatheóresis (que es una ciencia perceptiva que lee dentro y no fuera de nuestra mente, que sabe que la película que vemos en la pantalla está en el proyector y no en la pantalla), te proponga un juego.
Te propongo que hagas un solitario. Nada más apropiado, puesto que vivir (y también morir) es sentirse solo en la soledad de uno mismo.
Bien, ya tienes el mazo de cartas en las manos, las 52 cartas de la baraja de póker. Y lo primero que haces es barajar, algo obligado, especialmente si la baraja es nueva y las cartas están ordenadas. Se trata de mezclarlas para que no haya ya un orden conocido; se trata, en definitiva, de desordenarlas, de crear un caos del que va a salir (eso pretendes) el orden del solitario que tratas de completar.
Mezcladas ya las cartas, creado su desorden, inicias el solitario. No importa qué juego de solitario es, todos buscan lograr que las cartas sigan el camino adecuado para alcanzar el fin propuesto. O sea, que nos quede una sola carta en las manos, que el juego (que aquí, en este artículo, es la vida) haya cumplido plenamente el objetivo que te hayas propuesto.
Y empiezas el solitario. Hay cartas vistas y cartas ocultas (vueltas hacia abajo). Y vas sacando nuevas cartas del mazo. En tanto van saliendo las primeras cartas, y hasta un determinado momento del juego, opinas que esas cartas van saliendo al azar. Un azar desde el que estás intentando formar un nuevo orden. Pero llega un momento en el que se te hace claro que, con las cartas que no han ido encajando en el lugar adecuado y con las que quedan en el mazo, será posible o imposible completar el solitario. Y estas últimas cartas ya no las ves salir al azar, has pasado a tener ya la información suficiente del estado del juego como para saber que esas cartas que quedan no forman ya parte del azar, sino que son algo inevitable. Algo que sabes que completará o no el orden del solitario que estás jugando.
Y puesto que aquí estamos tratando del solitario de nuestra vida, la pregunta es: ¿Hay azar y necesidad, como en general la ciencia afirma? ¿O se trata tan solo de un espejismo de la estructura perceptiva dual de nuestro cerebro razonador?
Veamos: el cerebro emocional vivencia la vida de hecho en hecho, de impacto a impacto, sin argumento ni finalidad. Y, siendo así, no hay solitario que jugar. Porque cada momento (que no es momento en el tiempo) tiene en sí mismo su principio y su fin. Que no son principio ni fin, que esto también es tiempo, sino un simple estallido (un hecho concreto) vivenciado como totalidad.
Es por tanto el cerebro razonador el que, desde su bipolaridad (bueno-malo, alto-bajo, etc.), nos obliga a pensar en algo que empieza desordenado (que es solo algo que ese cerebro razonador desconoce) y que debe terminar con el orden que nosotros hemos prefijado. O que, delegando nuestra vida en el concepto de Dios, creemos ha sido éste quien lo ha prefijado.
Y ese es el juego de nuestra vida. Una vida que entendemos se inicia cuando salimos del útero con todas las cartas en la mano, creyendo que esas cartas no llevan ya un destino prefigurado. O sea, creyendo que el azar, con todas sus posibilidades, se abre libre ante nosotros. Pero no es así.
Por un lado, es un hecho que nuestros genes (algo que nos es impuesto) han empezado a dar ya un determinado orden a las cartas que esos mismos genes han barajado. Y es un hecho también que, en el transcurso de nuestra vida intrauterina y en la infancia, hasta la madurez del cerebro razonador, las cartas han seguido siendo barajadas por los impactos emocionales traumáticos y gratificantes que hemos ido recibiendo, pudiendo estos modificar incluso las órdenes genéticas. Pero, en la adolescencia y ya adultos, no somos conscientes de que las cartas que vamos a jugar tienen ya un orden configurado. Y esto hasta el punto de que el solitario que es nuestra vida, nuestro yo, nuestra forma de ser y de comportarnos, no es cosa nuestra. De manera que ese yo (ya estructurado) tan solo es libre de elegir aquello en lo que no está condicionado. Y más todavía: lo usual es que crea que elige libremente aquello que está condicionado a elegir. Y esto porque la mente dual considera azar todo aquello cuyo orden ignora.
Dicho de otra manera: lo que el cerebro razonador considera necesidad (o sea, destino) es solo la exteriorización, la somatización del azar, que este es ya destino aun cuando el cerebro razonador lo desconozca. Ganar o perder el juego del solitario (o sea, la vida) depende, por tanto, de quienes han mezclado las cartas, de quienes han provocado básicamente nuestros daños intrauterinos.
Así, Anatheóresis sabe que la enfermedad no es su somatización. La enfermedad no está en las ramas o en las hojas de un árbol, la enfermedad está en sus raíces, en la oscuridad del subsuelo, en ese lugar que la ciencia llama azar. Y Anatheóresis sabe también que solo sanando la raíz del árbol, viendo lo que hay de necesidad en el llamado azar, es posible intentar volver a mezclar las cartas en el orden adecuado para lograr, en lo posible, que la enfermedad remita.
En definitiva, se trata de entender cómo hay que mezclar las cartas para que el solitario sea un éxito.