Anatheóresis, una terapia en auge

El origen de nuestra enfermedad – Tercera parte

Revivir los conflictos que sufrimos durante la infancia o en el claustro materno, es decir, en estado IERA, puede permitirnos sanar de nuestras enfermedades actuales.

LA TERAPIA

No voy a cansar al lector con el relato de las 17 sesiones que lograron eliminar el sentimiento de soledad de Juan, así como encontrar la causa y, al encontrarla, poner fin a las caídas del paciente. Y, al final, también hacer posible una recuperación de la movilidad corporal.

Pero debo decir que para comprender la mejoría del paciente basta con las ráfagas que de la terapia Anatheóresis he transcrito al principio de este artículo. Con eso… y con alguna aclaración de la técnica anatheorética.

Ante todo, es necesario explicar que los pacientes tratados con esta técnica son sometidos a un estado de relajación profunda en el que el paciente no pierde la consciencia, como sí ocurre cuando son llevados a un estado de hipnosis profunda. Es simplemente una relajación en la que se lleva al cerebro de los pacientes a funcionar en ritmos theta, ritmos más lentos y profundos aún que los ritmos alfa, ya de por sí propios de una relajación suave. Pues bien, resulta que en ese estado de ritmos theta, y en especial cuando se le lleva al paciente exactamente a los cuatro ciclos por segundo, éste puede no sólo revivir –incluso con los sentimientos originales– cualquier experiencia desde el momento mismo de la concepción, sea traumática o gratificante, sino hasta vivenciar qué le ocurre a su madre cuando, estando él en el interior del útero, se siente dañado por algo que ocurre fuera, que le ocurre a su madre, porque él, inmerso en su mundo subjetivo, lo siente como si le ocurriera a sí mismo.

De ahí que la caída de su madre fuera su caída y que el sufrimiento que el feto sintió ante esa caída le llevara a retirar la percepción de su cuerpo. Y, finalmente, que en la luz gratificante de las endorfinas –esa morfina de producción endógena que satura el agua amniótica– el feto prefiriera no solo mantenerse en ella sino también volver a ella, ya adulto, cada vez que se sentía agredido.

Ahora bien, es básico explicar que lo que “daña” no es tanto el hecho ocurrido –la caída de la madre en este caso–, sino el sentimiento, la emoción que el hecho comporta. Por eso, el paciente empezó a caer –“a perder el suelo”– y a buscar las muletas para protegerse de esas caídas a los 17 años, cuando, ante la existencia de problemas económicos en su casa, se encontró abocado a unas obligaciones excesivas que le desbordaban y que sentía no era capaz de superar. Y así, mimetizando la irritación y el subsiguiente desánimo –cansancio anímico– que sintió su madre el día de la caída, él también empezó a caer.

LAS MÁS PROFUNDAS RAÍCES DE LA ENFERMEDAD

He de confesar, en cualquier caso, que aún habiendo encontrado ese problema durante la regresión, e incluso aun habiéndolo comprendido el paciente –comprender es disolver, borrar–, la recuperación del paciente era lenta. Y que solo nos deshicimos de ese lastre el día en que descubrí la motivación emocional básica, la que alimentaba la persistencia y agravación progresiva de la distrofia de las piernas del paciente.

Y esa motivación emocional que le llevaba hacia una inevitable y definitiva silla de ruedas no era sino ese tío que tanto dominio ejerció en la vida de su madre. Un tío que había sido rico y había tenido poder gracias a su cargo en una empresa importante. El tío triunfador. El modelo. Alguien muy distinto a ese padre del paciente, a ese marido de la madre del paciente, que no sabía ni podía resolver los problemas económicos de su casa. Pero ocurrió un día que ese tío, cuando el padre ya se había ido para siempre de casa, perdió ese cargo importante que era el pedestal de su prominencia. Y ese día, el tío cuyo ascendiente se basaba tan solo en su cargo, no en su valía personal, inició un declive de autoridad que resolvió… sentándose en una silla de ruedas. Y no era un truco consciente, qué duda cabe. Era la forma inconsciente en que podía recuperar su autoridad. Aunque fuera, esta vez, por lástima. Y fue por eso por lo que la Medicina tampoco encontró en él –como no lo había encontrado en su sobrino– causa alguna patológica que justificara su incapacidad para movilizar las piernas.

Naturalmente, Juan, que solía somatizar sus problemas en las piernas –recordémoslo, desde la caída de la madre–, buscó también la silla de ruedas para no tener que afrontar las dificultades –para él insolubles– que nos depara la vida. Y, de forma especial, para dotarse de una forma de vencer su sentimiento de soledad mediante el poder que otorga provocar lástima: “Ahora mi madre está más pendiente de mí”. Y más todavía: para procurarse la capacidad de tener a su padre con él, aun cuando solo fuera en forma de compensación regresiva. Recordemos: “Cuando no tengo el pie mal, mi padre no me cuida”.

Tales son, amigo lector, LAS RAÍCES DE LA ENFERMEDAD. Y esas son las que tenemos que resolver sin compensarlas con “trucos” del inconsciente. Porque eso – RESOLVER – es lo que hace Anatheóresis.

Joaquín Grau