Anatheóresis, una terapia en auge

El origen de nuestra enfermedad – Segunda parte

LA SILLA DE RUEDAS

Una nueva tarde, una nueva penumbra. Y con la penumbra externa del atardecer e interna de un estado especial de consciencia, el hombre del diván volvió a su pasado. Ahora, a su infancia. Y el hombre que escuchaba, y que con sus silencios y breves palabras transitaba también por la doble penumbra del hombre del diván, hizo la pregunta:

  • ¿Qué sientes cuando estás sentado en la silla de ruedas de tu tío?

El hombre del diván estaba vivenciando –o sea, había extraído de sus años de infancia– la existencia de un tío, hermano de su madre, que ejercía una función de poder casi patriarcal sobre su hermana. Y el trono desde el que blandía su cetro era una silla de ruedas. Una silla en la que permanecía inmovilizado a pesar de que no había ninguna razón fisiológica –eso decía la Medicina– que justificara su incapacidad para andar.

Y la respuesta del hombre del diván fue concreta:

  • Me siento muy bien. Esa silla me da calor. Me siento seguro. Hay seguridad en casa cuando estoy sentado en ella.

Y tras una pausa, con signos gratificantes en su rostro:

  • Noto que así no me caigo. Y mi madre me mira más. Está más pendiente de mí. Todo está mejor.
  • ¿Y tu padre? Tu padre se va de casa, lo sabes. ¿Por qué no te levantas y lo retienes?
  • Mira, mi padre ahora me está curando una herida que tengo en el pie. Me gusta. Cuando no tengo el pie mal, mi padre no me cuida. Es mejor estar en la silla.

ANATHEÓRESIS

No es difícil comprender que el hombre que escuchaba era yo, quien esto firma, y que el hombre del diván, al que llamaré Juan, había acudido a mí para someterse a una terapia de Anatheóresis.

Juan, de 42 años, llegó a mí sujetándose a unas muletas, con un cuerpo de piernas delgadas que buscaban ya la silla de ruedas.

Me dijo que su deterioro físico, eso de no encontrar un suelo en el que apoyar sus piernas, se había iniciado hacía unos 20 años, si bien ya de niño mostraba una extraña tendencia a dañar sus piernas.

En cuanto a la Medicina convencional, se había declarado impotente para sanarlo. Le habían diagnosticado distrofia en las piernas, pero no encontraban causa patológica alguna que la provocara.

De ahí que Juan buscara solución en mi terapia, aunque no esperaba resolver su problema de distrofia, sino sólo consuelo al terrible sufrimiento causado por su profundo y persistente sentimiento de soledad.

Sin embargo, la verdad es que bastaron unas pocas sesiones de Anatheóresis para que ese angustioso sentimiento de desamparado desapareciera. Y dado que esa soledad y la distrofia de su cuerpo tenían una misma razón de ser –siempre es así, la mente y el cuerpo nunca van disociados–, la terapia prosiguió buscando las motivaciones emocionales que justificaban su búsqueda de la seguridad en una silla de ruedas.

LA ENTREVISTA

Lógicamente, el paciente nada recordaba de su vida intrauterina y nacimiento. Y poco había oído en torno a esos periodos de su vida en conversaciones de sus padres. Pero sí recordaba que su padre se había ido de casa para siempre cuando él tenía 9 años. Y tenía claro –era su verdad sentida– que se había ido porque su madre, dominada por su hermano, no aceptó irse con él a Argentina buscando una mejor vida.

Y me informó también de un sueño recurrente en el que se encontraba en una habitación que se iba estrechando hasta que se hacía casi imposible salir de ella. Y que era habitual en él sentirse angustiado cuando leía algo referido a una persona que recorría un túnel angosto.

Se hacía claro, por tanto, que, como casi siempre suele ocurrir, la raíz de sus daños estaba en el claustro materno, durante su gestación y en el nacimiento, en ese túnel vaginal angosto en el que debió sentirse inmovilizado, con la angustiada soledad de que nadie le ayudaba.

Continuará…