Anatheóresis, una terapia en auge

El origen de nuestra enfermedad – Primera parte

El relato que los lectores van a leer —absolutamente verídico— sólo pretende servir de introducción a lo que sin duda constituye uno de los descubrimientos más importantes en el ámbito de la Salud de las últimas décadas: el hecho de que la mayor parte de las enfermedades que sufrimos los seres humanos suelen tener su raíz en una vivencia que acaeció durante nuestra gestación en el seno materno o durante nuestra infancia (aproximadamente hasta los siete años).

Es decir, que nuestras enfermedades de adultos no serían, en la mayoría de los casos, sino reactivaciones, por así decirlo, de un problema o conflicto vivido durante ese periodo.

Y lo que es más importante: reviviendo ese conflicto en estado de IERA, podemos sanar de nuestros conflictos actuales.

El atardecer había puesto sombras en la habitación y un hombre, tendido en un diván, refugiado en la oscuridad y silencio de la penumbra, iba relatando con voz apagada, casi somnolienta, vivencias que estallaban en su mundo interior.

  • «Veo a mi madre, sí, la veo. Está muy agitada.»

Y el hombre del diván, como sacudido por una fuerza invisible, ladeó súbitamente la cabeza en un gesto inequívoco de huida. El temor, un suave temor, hizo castañear sus dientes.

  • «Es de noche y está en la cama con mi padre.»

Y como sorprendido:

  • «¡Tiene la tripa muy hinchada mi madre!»

Luego, tras unos instantes de indecisión:

  • «Él quiere subir encima de ella.»

Y el gesto de huida volvió a su cuerpo.

  • «Pero a ella eso no le gusta.»

Y volvió el tremor de dientes también.

  • «Además, tiene miedo. No quiere que me hagan daño.»

Y el hombre que escuchaba, que en silencio estaba recibiendo las confidencias inéditas para ambos en el silencio y penumbra de la tarde:

  • «¿No quiere que te hagan daño a ti?»
  • «Sí. Yo estoy dentro de mi madre. Y también tengo miedo.»
  • «Y ahora, ¿qué ocurre?»
  • «Discuten. ¡Gritan! ¡No quiero oírlo! ¡No quiero!»

Y ese «no quiero» era el grito de su madre y el suyo propio también. Era un «no quiero» compartido. Madre y bebé no nacido vivían un mismo sentimiento de asco e irritación.

  • «Mi madre está sentada en la cama. Mi padre se viste y se va.»

Hubo un largo silencio. Un largo silencio de palabras, pero el cuerpo hablaba: oscilaba agitado y el rostro mostraba la tensión de una huida sin salida, de un terrible cansancio anímico.

  • «Mi madre ahora se levanta. Tiene ganas de vomitar y va corriendo, corre.»

Y súbitamente, un grito y silencio. Un largo silencio que rompió el hombre que escuchaba en la penumbra.

  • «¿Qué ha ocurrido? Mira a tu madre.»

Y una voz tenue, triste, dolorida.

  • «Se ha caído.»
  • «¿Ha tropezado?»
  • «Bueno… Es como si hubiese un obstáculo, pero no ha tropezado. Le han fallado las piernas. Es como si no hubiera suelo, nada donde apoyarse. Ahora está en el suelo, como sin vida.»
  • «Vuelve a la caída. Tu madre se levanta de la cama, corre y tú no lo visualizas desde fuera, lo vivencias, estás dentro de ella, lo sientes.»

El grito ahora fue agónico y el hombre del diván se sujetó el vientre, lo protegió y, doblándose por los riñones, encogió las piernas. Y surgió el asombro:

  • «Yo tampoco tengo piernas… ¡No las siento!»

Y tras el asombro, un largo sollozo dolorido.

  • «¡Los riñones…!»

EL NACIMIENTO

Una semana después. Nueva penumbra de atardecer y nuevo recorrido por el laberinto de una biografía olvidada. Olvidada, pero actuante, que sigue hablando en nuestra forma de ser, en nuestra forma de ver la realidad. Que se hace terriblemente presente también en nuestra mente o en nuestro cuerpo mediante eso que llamamos enfermedades y que es sólo el intento de mostrar y expulsar los sufrimientos que un día —un día de aquellos lejanos días en que no podíamos comprender— enterramos vivos en la sacramental de nuestra mente.

Y el hombre del diván:

  • «El médico le dice a mi madre que tengo que nacer ya. Que estoy tardando mucho. Dice que no me muevo.»

Y siguió narrando que eso estaba ocurriendo de noche. Que habían llevado muy deprisa a su madre a un lugar con hombres que llevaban batas blancas.

  • «¿Y tú?»

El hombre del diván volvió la percepción hacia sí mismo y se sintió flotando en un espacio de luz.

  • «Es muy bonito. Me siento bien.»

Desde la caída de su madre, en el séptimo mes de gestación, el paciente vivía el estado en suspensión —es de suponer que endorfínico— de quien ha retirado la percepción de su propio cuerpo. De eso que los de fuera llamamos un gran desmayo y que quienes lo viven lo expresan como una experiencia próxima a la muerte.

  • «Sí, hay un cuerpo abajo, pero es horrible… Está como seco, muerto.»
  • «En ese caso, mira hacia arriba, hacia la luz. ¿Quieres ir hacia allí?»
  • «Hay como sombras, son cabezas oscuras. No me gustan… Quiero seguir así.»

No fue fácil lograr que la percepción del bebé no nacido que era ahora el hombre del diván entrara en su cuerpo muerto. En realidad, él no volvió a estar en sí mismo —no volvió de su forma de desmayo fetal— hasta después de nacer, pero ahora, en el diván:

  • «No me gustan las piernas. Están delgadas. ¡No quiero entrar ahí!»

Fue una pugna larga. Pero al fin, la percepción del bebé no nacido volvió a su cuerpo y el hombre del diván volvió a ser consciente de su propio cuerpo; y el hombre que ahora era el niño que un día fue, inició un terrible temblor.

  • «Tengo frío. Esto está muy frío. Está muerto…»

El hombre que escuchaba le cubrió con una manta, pero el frío no le llegaba al hombre del diván desde fuera. Era frío de una muerte clínica, algo bastante habitual en el proceso de gestación y de nacimiento. Era el frío, en definitiva, del sentimiento de muerte.

Y el hombre del diván siguió visualizando, sólo en parte vivenciando:

  • «Ahora pinchan a mi madre.»

Y la inyección que adormeció a su madre le adormeció a él. Y sus piernas, tan frágiles, tan dañadas, dañadas también por una gran inmovilización en el conducto del nacimiento, volvieron a desaparecer.

  • «No las siento. ¡No siento las piernas!»

Y alarmado, convulso en el diván:

  • «¡Con la inyección no las siento!»

En el diván —o sea, en la realidad— el nacimiento fue conflictivo. Sumamente doloroso. Pero el hombre que escuchaba logró al fin que el hombre del diván naciera y que naciera teniendo conciencia de sí mismo.

  • «Estoy muy débil.»

Las lágrimas resbalaban por su rostro. Su tristeza era profunda. Era la tristeza del bebé que se sabe enfermo.

  • «Tengo las piernas muy delgadas. No tienen fuerza. Y ahora entra un médico, me mira las piernas y dice que parezco un niño de Biafra.»

Duras palabras que serían, en el futuro, la expresión del estigma que el hombre del diván habría de alimentar año tras año desde que nació.

Continuará…