Cap.3: ¿Nacemos o morimos a la vida?

Imaginen a un feto flotando en una bañera cargada de endorfinas. Mecido por el agua, somnoliento, muy relajado, sin motilidad gastrointestinal, sin respiración, ingrávido, con un sentimiento de plenitud, de conciencia expandida… Imposible concebir desde nuestra percepción beta el estado, a no dudar, de éxtasis en que vive todo bebé en su fase intrauterina. Es eso que llamamos el Paraíso. La Arcadia Feliz a la que intentan volver los heroinómanos con su morfina falsa, no endógena.

Pero, ¿es así? ¿Es todo bebé en el claustro materno una Eva o un Adán antes de que fueran arrojados del Paraíso? Digamos que podría serlo, que esa es la vida de plenitud que ofrece una conciencia no escindida por la dualidad beta del fruto del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Pero, desdichadamente, las agresiones que, a través de la madre, le llegan al feto desde nuestro mundo le van golpeando y cada golpe es un impacto casi mortal.Y, así, golpeado unas veces y acunado otras, se va acercando a la puerta que comunica con el horror del vacío, con el horror de un algo desconocido que, por ser desconocido, no es, y que, por no ser, es muerte.

Y un día, un día que el bebé no puede prever, pero que nosotros, que tenemos noción del tiempo porque estamos en otro mundo, sabemos que corresponde al noveno mes de gestación, el océano que le contenía, en el que el bebé tenía espacio para voltear feliz, acerca sus orillas de carne tensa, de carne pétrea, para, finalmente, estrecharle en un abrazo inmovilizador, casi mortal, tan aterrador como el abrazo granítico de las paredes de un nicho sepulcral. Y luego, esos empujones terribles, ese hipo de paredes de carne contráctil que le arroja a un colector de aguas sucias, con sangre y defecación. Y en ese colector en el que se ahoga, en ese colector por el que tiene que arrastrarse horas, a veces días, inmovilizado unas veces, empujado otras, y en todo momento sólo auxiliado por esa morfina piadosa que le droga hasta, muchas veces, anestesiarlo totalmente. Hasta muchas veces hacerle vivir esa pérdida de conciencia que es una muerte dulce, una muerte a la que el bebé, agotado, se entrega feliz. Pero vuelve a la vida y, si el parto se prolonga, muere una y otra vez, hasta que un ángel terrible pero piadoso le arranca de ese túnel del terror que es el conducto vaginal para llevarlo a otro lugar, a un mundo que ni siquiera puede concebir, a un mundo en el que extrañamente hay seres que ríen felices, que le dan la bienvenida sin comprender que él ha sido expulsado del Paraíso, que para él nacer no ha sido ir a la vida, sino simplemente morir, porque su conciencia es todavía la de un organismo acuático simbiótico que se siente delfín.

Lloro –nos dice el bebé al nacer–, ¿no ves cómo me agito al llorar? ¿No ves cómo mi cuerpo y mis manos se estremecen? Mi cuerpo es tan sensible que hasta tus labios me duelen. Pero, aunque me duelan, madre, bésame, acaríciame. Necesito abrazos. Te necesito. Quiéreme, por favor.
Pero este mensaje se pierde. Nuestro cerebro de adultos, incapaz de comprender el dolor del niño, nos dice que debemos estar contentos. El bebé ha nacido, está vivo –para nosotros este lado es la vida, no la muerte– y no sólo está vivo sino que: ¡hay que ver qué pulmones, cómo llora! Y ese llanto es, a entender de nosotros, que estamos a este otro lado de los ritmos cerebrales, algo así como un saludo jubiloso, el hosanna del bebé que, como un poseidón, acaba de emerger de las profundidades amnióticas.

Pero no es así. No olvidemos que el bebé al nacer es todo sensibilidad, que no sólo se encuentra con lo desconocido, sino que también entra en este, para él, nuevo mundo con un cuerpo abierto a todas las sensaciones, sin defensas, un cuerpo que es como llaga viva. Y tampoco olvidemos que el bebé llega de un lugar en el que la vida se asienta sobre la suave gravidez de un lecho de agua, con luces crepusculares, con sonidos apagados, sofronizantes… ¿Y qué le ocurre a ese pequeño delfín cuando sale a la superficie, cuando es arrojado a nuestro mundo de ondas beta?