Se lee en una de las más antiguas versiones de la mitología griega que Poseidón mandó a Minos, rey de Creta, un toro de “blancura deslumbrante” con el fin de que fuera sacrificado. Siendo esto prueba de que el Olimpo aceptaba a Minos como soberano. Pero el toro era tan hermoso y su fuerza tanta que el rey de Creta, admirado, decidió mandarlo al cuidador de rebaños para que lo utilizara como reproductor.
Al saberlo, Poseidón, a fin de castigar a Minos, no sólo convirtió al manso toro en un peligroso animal, sino que hizo que Pasifae, esposa de Minos, se enamorara del toro y se uniera a él. Y fue de esa unión que surgió el Minotauro. Un monstruo tan peligroso y, al tiempo, de tan alta estirpe que Minos tuvo que encerrarlo en un palacio. Pero en un palacio cuya construcción encargó a Dédalo. Y este gran arquitecto erigió un palacio en forma de laberinto. El Laberinto de Cnosos.
El Minotauro, ese terrible monstruo medio humano y medio toro, aun encerrado en el Laberinto seguía siendo un peligro que había que apaciguar con la ofrenda periódica de púberes vírgenes que el monstruo devoraba.
Pasados los años, Teseo, hijo del olímpico Poseidón y de la mortal Etra, decidió someter al Minotauro. Y todo presagia que, aun siendo hijo de un olímpico, Teseo hubiera acabado perdido en el laberinto y finalmente devorado por el Minotauro de no haber ocurrido que Ariadna, hija de Minos se enamoró de él. Así, Ariadna, por consejo de Dédalo, dió a Teseo un ovillo para que al entrar en el Laberinto fuera soltando hilo lo que le permitiría marcar el camino, de manera que, una vez reducido el Minotauro, ese hilo haría posible que encontrara la salida. Y así fue, Teseo, por indicación de Dédalo, llegó hasta el Minotauro cuando éste estaba dormido y cogiéndolo por los cabellos lo sacó a la luz. Y la luz devolvió la mansedumbre al más temible de los monstruos mitológicos.
El laberinto, lector, eres tú. Todo cerebro humano es un laberinto en el que habita un minotauro. Un monstruo terrible al que solemos ofrendar nuestra propia vida. Y esto porque no sabemos vencer a nuestro minotauro y salir del laberinto que somos. Solemos carecer del hilo afectivo de Ariadna que es el que nos permite transitar libremente por nuestras carencias y por nuestros daños.
Pues bien, Anatheóresis puede dotarte de ese hilo de Ariadna. Porque su Inducción al Estado Regresivo Anatheorético (IERA) –una simple pero péculiar relajación sin pérdida de conciencia- permite ver el mundo con los ojos del sentimiento, con los ojos de los sentimientos que viviste en la gestación, el nacimiento y la infancia y que todavía predominan en ti a pesar de que ahora, adulto, posees ya un segundo cerebro, el cerebro reflexivo, mental.
Verás, vamos a hacer una cosa. Para que mejor comprendas que los humanos, como Jano Bifronte, poseemos dos cerebros y que esos dos cerebros perciben cada uno de ellos una realidad muy distinta del otro, te voy a llevar a una caverna. Y vas a percibirla con cada uno de esos dos cerebros.
Empecemos. Ante tí tienes una oquedad que da acceso a una caverna. Entra. Estás dentro ya y miras con tus ojos de adulto razonador. Esos ojos que miran de fuera a fuera.
Con tu cerebro razonador, con este cerebro que confunde recuerdo con memoria –que recuerdo es memoria reflejada por espejos deformantes-, con este cerebro estás mirando el interior de una caverna. La estás mirando, no viendo, que ver es descubrir, es no saber, pero sí sentir lo que estás viendo.
Es una oscura caverna que tú ahora estás explorando con tus ojos de mirar, esos ojos que son como una linterna. Y con su luz vas enfocando pequeñas porciones de pared, de techo. Ves oquedades, salientes, quizás también murciélagos. Y así vas recorriendo porciones de cuanto está fuera de tí y sabías ya lo que era: una caverna. De manera que tratas tan sólo de conocer cómo es esta caverna en concreto.
Y esto lo deduces tras observar con la linterna unas pocas porciones de la caverna. Porque no se trata de consumir todo un año de tu vida explorando la caverna entera, palmo a palmo. Así que te limitas a interpretar cómo es la caverna utilizando las porciones de ella que has mirado. Y éste es tu conocimiento de la caverna.
El conocimiento de algo que puede serte útil o no, de algo que puede gustarte más o menos, pero no de algo que puede llevarte al conocimiento empático de la caverna en que te encuentras. Al conocimiento sentido, hecho comunión, que hace de tí caverna.
Como ves, has abierto una puerta falsa, la puerta espejo que refleja el disfraz con que has acallado el dolor sentido de todos tus sufrimientos. Has mirado sin reconocer la caverna en su auténtica realidad.
Simplemente te has encontrado con algo que ya habías dado por bueno que, salvo peculiaridades, eso era.
Pero, ¿era eso? ¿Solo eso?
Entra ahora con las gafas IERA de Anatheóresis. Entra ahora con el hilo de Ariadna, con esa otra percepción que nos hace sentir, que permite vernos sin el disfraz de las falsas reflexiones con sus falsos juicios. Al entrar ves también una caverna. Pero la ves sintiéndola, no la miras, la vivencias (ver y sentir), nada sabes de la auténtica realidad de esa caverna.
Ya adulto, hay memoria pero no recuerdos. Y no hay linterna que la fragmente a trocitos. Eres ritmo cerebral theta –no el ritmo beta de la fría razón- y sí, vivencias una caverna, algo que no sabes qué es ni cómo se llama, simplemente que estás ahí, en la oscuridad de algo que súbitamente se ilumina con la deslumbrante luz del sentimiento. Y sabes, porque lo sientes, que esa caverna es simbólicamente tu madre. Y eso hace que en el anatheorético IERA, puedas verla a ella y puedas verte a tí. Ahí, en la caverna. Pero verte no fuera desde fuera, sino verte en un fuera que es desde dentro a dentro de tí, sintiendo lo que sentiste en el momento de tu gestación, en que te estás viendo.
Pudiendo vivenciarte en todo tu proceso de maduración perceptiva en el transcurso de tus nueve meses de gestación con tus gozos y tus sufrimientos. Algo que al sentirlo puedes comprenderlo y al comprenderlo puedes disolverlo.
Porque comprenderlo es llevarlo a la luz del discernimiento. Es sincronizar tus dos cerebros, esas dos formas de ver la realidad que viven en constante pugna.
Y esa percepción sentida es el hilo de Ariadna que te permitirá ir abriendo puertas. El que te permitirá irte despojando de disfraces. De manera tal que al llegar el Minotauro éste dejará de ser tu enemigo porque habrás comprendido que el Minotauro era un disfraz más, el más peligroso, entre los muchos con que te has protegido. Y bajo los que has tratado vanamente de ocultarte. Sin comprender que esos disfraces –como un burka- no te ocultaban de los demás, sino de tí mismo.
Joaquín Grau