No todos los problemas sexuales tienen un origen sexual

Jeff, un joven y apuesto Inglés, conoció a Joaquín Grau un día en un concierto. Tocaban la sinfonía del “Nuevo mundo” de Antonín Dvořák. Al terminar, tomando una cerveza juntos le confesó un secreto que no le dejaba dormir. Su novia (Española) le había impuesto una condición: “¡O resuelves tu problema sexual o no hay boda!”. Jeff estaba muy enamorado de su novia, le atraía y se excitaba mucho con ella. Pero cada vez, justo antes de consumar el acto sexual, perdía súbitamente la erección. Simultáneamente, le invadía una sensación de mareo y debilidad; se le quedaba la mente en blanco. “He recorrido consultas de psicólogos, sexólogos y médicos. Todo en vano, todo sigue igual. ¿Usted cree que Anatheóresis puede ayudarme?”. A lo que Joaquín contestó: Anatheóresis te ayudará a resolver tu problema. Pero lo resolverás tú mismo al descubrir su causa profunda, lo vivenciarás y automáticamente desaparecerá su efecto dañino. Y añadió: “Nacerás a un nuevo mundo” (Joaquín siempre encontraba analogías aunque fueran con una sinfonía).

Así llegó al centro de Víctor Hugo, de la mano del propio Joaquín Grau que me dijo: “Hazle tú la terapia por si hay problemas de idiomas”.

Jeff recordaba una infancia feliz en la campiña inglesa, padres tranquilos, permisivos y alegres y se había sentido muy querido.

Después de dos sesiones, algunas en símbolos, otras buscando algún impacto emocional no gratificante en su infancia y que pudiera ser la causa de su problema, decidí llevarle al Claustro Materno. Las sensaciones eran de tranquilidad y acogimiento. También a su madre la percibía así, tranquila, sin sobresaltos ni tristezas. En definitiva, una persona en paz consigo misma.

Pero incluso las personas más equilibradas del mundo un día se pueden desequilibrar. Y eso fue lo qué le ocurrió a su madre un domingo en pleno mes de agosto. Se estaba adelantando el parto unos días. Llegó al hospital con contracciones muy seguidas y con el bebé ya encajado en el conducto vaginal, a punto de nacer. En la sala de parto esperaba un joven médico… pero no era su médico de confianza, el de toda la vida (que estaba fuera por ser domingo). Y este joven no le inspiraba ninguna confianza, lo rechazó presa del miedo. Se tensó, las contracciones cesaron y CRUZO LAS PIERNAS.

¿Cómo lo vivió el bebé que estaba a punto de salir?:

Las paredes me aplastan la cabeza, tengo miedo… me mareo, estoy débil… se me va la vida… no siento el cuerpo… lo veo todo desde arriba…” Después de un rato añadió: “Es lo mismo… It’s the same”. Y lo repitió varias veces.

Después de la sesión, ya en vigilia, comentó en voz baja y algo extrañado que había sentido exactamente lo mismo, las mismas sensaciones que le invadían cuando quería hacer el amor con su novia. Y no solo eso, cada vez que le presentaban a un hombre desconocido, joven y más erudito que él sentía algo parecido. (Analogía del médico que atendió a su madre en el parto).

Es el mismo mareo, una sensación, me voy a morir”.

Estaba sorprendido, desconcentrado. Con su marcado acento inglés balbuceó: “¿Qué tendrá que ver mi nacimiento con mi problema sexual?” Se quedó pensativo unos instantes y añadió: “Creo, no… sé que es la verdad. Además como voy a entrar ahí adentro. ¡Ahí se muere uno!”  (Esto último lo dijo con cierto humor).

A partir de este momento ya todo fue fácil. Simplemente se trataba de convertir el parto. O sea: tenía que volver a nacer, pero esta vez sin opresión, sin miedos, con su madre tranquila dándose cuenta que ni ella, ni el médico le dañaban ahora.

“¡Así, así debe de ser!”, exclamó lleno de alegría. A la semana siguiente entró gritando: “¡Milagro, milagro, se ha producido el milagro!”

Le vi una vez más, el día de su boda, me abrazo entre lágrimas diciendo: “Sin ti, sin Anatheóresis este día jamás habría llegado”.